Monday, June 28, 2004

lápiz de ojos

Parado frente al espejo. Otra mañana a la tarde. Miro, veo, trato de no oler. Me purifico un poco con el cepillo de dientes. Veo el lápiz de ojos descansando justo frente a mi cuello, y quiero creer que mi apariencia ayer a la noche era algo mejor que la actual. Incluso entra la alegría de mi soledad, para no tener que compartir con nadie este momento de reconstrucción exacerbada. Puedo bajar hasta el fondo y desde ahí reconstruir cualquier escenario. También puedo detestar esta soledad, comparándola con una mañana cómica y cómplice con la diversión, la tranquilidad de sentirse seguro y poder levantarse antes que el otro para lavarse los dientes. Jugar al desayuno en la cama y crear en mi los más grandes placeres.
En cambio ahora, frente a mí mismo, no le veo mucho sentido a un desayuno. La institución del desayuno cobra verdadera forma tradicional cuando hay más de una persona, cuando la sociedad se simula en casa. Adueñarnos de ese formato y llevarlo a la cama, a la mesa, a cualquier punto en el que compartiremos un pedazo de interespacio entre dimensiones; se vuelve una especie de juego en el que no vemos las responsabilidades como tal y aceptamos generar la ilusión que nos generaría lo inverso.
Aún así, el agua está calentándose en la cocina. Si quiero empezar un día, tengo que empezar con alguna estructura. Asesinar cualquier indicio de orden desde el comienzo es condenarme a no respetar nada, ni siquiera al yo último, y librarme al azar no correspondido.
Controlo todas las variables a mi alrededor. Veo espacialmente como está distribuida mi casa; contemplo el agua adquiriendo cada vez más energía y subiendo su temperatura, mi habitación empezando a diluir mi respiración nocturna en un aire extraño a mí, la puerta de entrada relajándose por haber soportado otra noche de protección a una casa vacía. Temporalmente, veo mi andar perdido y conciso de ayer a la noche, golpeando hombros y buscando entre el humo un par de ojos que vayan con la música; me veo aceptando una invitación hace dos días para ir a desparramarme la tarde encima entre revistas viejas de domingos y tés especiales para hoy dentro de unas horas; me veo realmente despierto una vez que salga a la calle y deje atrás todo rastro de interacción necesaria para poder aguantar una merienda en familia. Reflexiono, si controlo las variables las modifico, si modifico una variable, las otras se van a alterar sin mi voluntad de por medio, si quiero volver a cambiarlas serán la causa de nuevos cambios, y mi control sobre ellas se vuelve una falacia. Lección de la mañana: conocerlas no es controlarlas.
Estoy tomando mi té. Las sombras siguen pasando a mi alrededor. Mi soledad se debate furiosa con la realidad. Es momento de definirme soledad, porque el altercado que se está formando a mi alrededor con respecto a mi soledad está adquiriendo matices de desesperación. Jugar con la gente es una elección detestable, una obligación irrechazable. Necesito una subida, ubicar cual es mi centro privado y desde allí partir. No entiendo el vicio asqueroso que tengo, de ponerme esta ropa nuevamente, de llenarme de olor capturado de otro momento, generar un aura de gases a mi alrededor robadas de un instante que no es éste. Mirar desde mis borceguíes que se ven demasiado grandes en la cocina, mis pantalones que llevan sobre ellos la memoria de lugares en los que no recuerdo haber estado y mucho menos haberme recostado, hasta este buzo que me queda grande. El negro no oculta un poco de cera y un negro más intenso que surgió de alguna sustancia desparramada. Estoy tranquilo, reviviendo poco a poco, no solo lo que desfiló por mi mente, sino yo mismo. Entre toda la noche que me rodea, se filtra el olor de la manteca empezando a ablandarse, y me captura nuevamente hacia acá. Paseo un poco, paseo por esa mañana en la que usaba un pañuelo para cubrirme el cuello. Paseo por esas veces en las que limpiaba el olor a vómito de las puntas de mis borcegos. Paseo un poco por aquella vez en la que decidí dejarme las uñas pintadas de día. El placer que sentí el día en el que por primera vez odié la luz del sol. Hay miradas por las que uno hubiese dado todo en algún momento. Hay reacciones que antes eran divertidas y hoy son parte del barullo cotidiano, el ruido de los autos en la ventana, el microondas pitando, una mujer espantada, las tostadas quemándose. En la memoria incautada por la noche busco que pudo ser aquello que no debía olvidar. Miro hacia arriba, y veo que podría llegar a leer los labios para poder entender lo que intenta llegar hacia mí. Me levanto. Mi pantalón es inmenso y mis borcegos hacen ruido y abren el paso mientras voy hacia mi saco. Lo agarro y meto la mano en el bolsillo.
Estoy frente al espejo. El lápiz de ojos que saqué del bolsillo está frente a mi cuello, en el escaparate. Es barato, está afilado, está sucio. Tiene arena o azúcar pegada en una parte. Me miro a los ojos. Hoy tengo una vena más en la parte blanca. Vuelvo a varias veces que estuve frente al espejo, sin nada detrás de los ojos, y lo confirmo. Tengo tierra entre las uñas. No sé de donde es. La huelo, no me ayuda en nada. Vuelvo a mirar la tarde que viene. Tendré que someterme a la luz del día, mientras que mis dominios duermen. El lápiz de ojos está justo frente a mí. Ese lápiz que hallé en mi bolsillo. No voy a saber por qué lo tenía ahí, durante la noche los secretos se guardan y no pueden revelarse en otro momento. Siento un golpe. Alargo el brazo para agarrar el lápiz. Por primera vez en el día, escucho una voz, única y cristalizada, como si estuviese camuflada por varias toallas, que grita algo. Yo tengo el lápiz en mis manos y no puedo apartar la vista de la persona que está frente a mí. Esa cabeza me mira y me retiene, guiando mi mano hacia mis ojos. Me reclaman desde la puerta. Me reclaman desde el espejo, que no es tan chato como parece, percibo esa profundidad en la que sumergirse es una máxima. Oigo como prueban la manija, casi tímidamente, no olvidemos que yo estoy adentro. Mi mirada sigue fluyendo hacia unos ojos que parecen cada vez más abiertos. En mi recorrida por el pasado no recuerdo haber visto esos ojos en ninguna otra mañana, ni siquiera en días de semana insomnes con perspectivas de infancia y adolescencia en un colegio. Lejos de mí ese pasado ahora, los ojos que me miran me obligan a usar el lápiz...
La puerta se va a abrir, y con el impulso externo y el interno, el envión es demasiado tempestivo. Un pie afuera, el otro aún adentro, mi cuerpo se asoma por la ventana. Una sonrisa de mi madre, la gente en el living tomando y charlando, leyendo y agitando saquitos de té y de mate cocido. Tomándome de la mano me conduce con arrogancia hasta el inalcanzable auditorio, y los observo desde arriba, desde arriba de mis borcegos, desde arriba de mis pantalones rayados, desde arriba de mi buzo de mangas largas, desde arriba de mi cuello sin pañuelo, desde arriba de mis labios sonrientes; desde mis ojos, donde ya firmé el pacto...


filip 21 de juniodeldos1000IV

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